¿No te ha ocurrido nunca que un olor te transporta a un momento y lugar pasados que identificas claramente?
A mí me ocurre a menudo y me encanta.
Me hace revivir momentos que casi había olvidado, lugares a veces cercanos, a veces lejanos, que habían quedado escondidos en rincones de la memoria tan apaciguados por el día a día, que el identificarlos y sentirlos de nuevo, me lleva a lo que popularmente se conoce como subidón.
Qué poco caso hacemos a nuestros sentidos y cuánto tienen por decirnos. El olfato me parece el más instintivo y primitivo.
Me viene olor a neumático quemado y aterrizo de golpe en Pune, la ciudad india donde viví unos meses y donde, a falta de reciclaje y vertederos municipales, los vecinos quemaban la basura en la calle cada tarde para no acumularla en casa.
Huelo jazmín y me doy un largo paseo por Granada y la Alhambra, recordando los días invernales y veraniegos, y las anécdotas que he vivido allí con María y Diana.
Alguien cocina galletas y retrocedo quince años para verme en Madison, en la cocina de Carmen, Jack y Maya, preparando cookies para los vecinos, que en Estados Unidos son poco de improvisar y prefieren organizan eventos sociales a lo grande con medio año de antelación.
También el olor de cuerpos y de deseo.
Estoy en una panadería, me llega aroma a dulce de leche y vuelo a Montevideo, donde María y Beto me descubren las delicias de este dulce tan dulce y las maravillas de un país y de un pueblo tan desconocidos para mí en aquel entonces y tan queridos ahora: Uruguay.
Olfateo por casualidad un palosanto encendido en alguna tienda y me encuentro en el cerro Ausangate, siendo la única extranjera que celebra la festividad del Señor de Qoyllority con las comunidades de los altos Andes de Perú (algún día tengo que escribir sobre esto…).
Olisqueo una rosa y vuelvo a tener seis años en el jardín de casa de la iaia Lola y el avi Enric.
Me viene olorcillo a cuerpo macerado y me veo en Praga, bien abrigada en el tranvía que me lleva cada mañana de la residencia a la Facultad, compartiendo trayecto con personas sin hogar que buscan un lugar caliente donde sobrevivir al gélido invierno checo.
Un día, hace ya años, salía de un supermercado de mi pueblo con mi madre, recién se estrenaba la primavera, hacía sol y soplaba una brisa mediterránea bien rica.
En un par de segundos, pasé de cargar bolsas a pasear con mis compañeros de clase en Sardegna, la isla italiana que dio cobijo a nuestro viaje de fin de curso hacía una década. La imagen, el momento y la sensación fueron bien claros, ¡qué maravilla!
Me gustó sentirlo tan presente y poder contárselo a mi madre con todo detalle. Fue como abrir un baúl lleno de fotos que había olvidado y que, una a una, montaron una historia vivida pero relegada a ser recordada en las cenas de clase, esas que tanto cuestan de cuadrar pero que siguen siendo igual de divertidas que en el colegio.
¡Cuántos recuerdos desencadenados por un olor casual que, de repente, se convierten en el mejor tesoro! Tengo dudas de si será el mejor ejemplo, pero ¿cómo no acordarse de la novela de Patrick Süskind, El perfume?
Olores, olores…
¿Cómo he llegado a escribir sobre olores, viajes y recuerdos?
Tenía en la cabeza escribir sobre música, empecé a pensar en los sentidos y la capacidad de llevarnos a otros momentos ya vividos, y recordé ese día tan bonito en que empecé a contarle a mi madre, a borbotones, el viaje de fin de curso a Sardegna.
Salieron un montón de anécdotas y lugares que en la emoción de la vuelta no habían tenido su espacio, y eso me gustó. Así que, al final, el sentido del olfato se avanzó al del oído.
El olfato juega conmigo a hacerme viajar en el tiempo, a otros lugares y con otras personas.
¿Soy la única? ¡No me lo creo!
Qué bueno sería dejarnos invadir un poco más por estos cinco sentidos que nos acompañan día a día y que tan relegados tenemos la mayor parte del tiempo.
Olfato, oído, gusto, tacto o vista.
Cómo vale la pena disfrutar de todo lo que tienen por ofrecernos. Entre otras cosas, nos permiten viajar desde casa con los ojos cerrados.