Aquí estoy, en la sala del aeropuerto del Cusco (Perú), llorando a moco tendido.
Es curioso pero no me da vergüenza, así que levanto la vista porque, en medio de la llorera, me da curiosidad ver si alguien más está como yo o si me toca ser la llorona. Y lo soy.
Caras redondas, alargadas, ovaladas, peludas; morenas, menos morenas, blanconas y rosaditas; con frentes anchas, estrechas y otras que empalman con el cogote; cejas pobladas, depiladas, arqueadas y pintadas; ojos rasgados -la mayoría-, marrones, negros y algunos ojos verdes y azul gringo; narices aguileñas, chatas y aristócratas; pómulos marcados, firmes, blandos y hundidos; bocas de piñón, otras grandes; de labios gruesos, finos, carnosos, apretados, agrietados; mentones con y sin hoyuelos, algunos con perilla. Rostros ojerosos, rostros descansados, rostros risueños, rostros adormilados, unos más jóvenes que otros, y alguna arruguita.
Pero ni un atisbo de lágrimas. Nada.
Así que sigo a lo mío. Qué gustazo. Pero ¿de verdad nadie está triste por marcharse del Cusco? Quizá están felices porque en un rato recién empieza su viaje, quizá les de miedo subir a un avión o quizá están tristes pero no lloran. Quién sabe.
Total, que yo sí lloro.
Bienvenido y bienvenida a la cara B y no tan amable de viajar constantemente: las despedidas. Esto no lo habías visto en el instagram de los viajeros más cool del momento, ¿verdad?
Todo tiene su complementario, lo que hace que las cosas sean un todo y, en mi caso, la complementariedad a la felicidad de viajar es la tristeza que siento en las despedidas.
Llegué a Cusco emocionada por volver de nuevo, sobre todo por ver a Beto y a las personas que hacen que ame este lugar, por hacer la investigación y por disfrutar de lo que tuviera que venir. Y me llevo eso y muchísimo más. Me marcho con el corazón lleno de alegría, de pena, de momentos, de recuerdos, de palabras, de pensamientos, de sentimientos, de cien tonalidades y mil matices.
Ahora ando triste por tener que despedirme de nuevo, por pasar de tener ‘ahoras’ a tener recuerdos. Pero al mismo tiempo, qué bonito, ¿no? Eso significa que he sido muy feliz.
Sentir fuerte bien vale tener los ojos salados.
Quizá parezca exagerado pero quien ha vivido esta sensación sabe lo intensa que es y la mezcla de sentimientos y emociones que hay en ella.
Dejaré de tener un día a día y una cotidianidad en Cusco para tenerla en algún otro lugar, con otras personas y otras realidades, con otros horarios, otros colores, olores, sonidos y tonos, y estará bien. Solo que serán otros y no los que ahora mismo estoy dejando atrás.
Y lo que me duele en este momento es dejar esta realidad que ha sido tan mía esta última etapa.
Es fácil conocer a gente cuando viajas, todos parecemos estar más dispuestos a entablar una conversación, echarnos una mano con alguna duda o a sonreír, simplemente. Como dice Carlos E. Lang, quizá
“(Viajar) nos hace ser personas increíbles, nos hace ser perceptivos, nos hace ser pacientes. Nos hace interesarnos por los extraños, nos hace querer entablar conversaciones”.
Tal vez.
Y quizá la soledad de algunos viajes también nos obliga a a mostrar nuestra cara más amable.
Conectar es más complicado.
Sentir que te apetece seguir charlando y conociendo a la persona que tienes delante y que no sabes de dónde es pero te da igual. Pero esa persona también se va, prosigue su viaje, o lo prosigues tú y, de nuevo, despedidas.
Conocer a alguien a marchas forzadas me tensa y me enfría, no puedo darme el tiempo para que las cosas sigan su propio ritmo, sino que a veces hay que pasar de primera a quinta y no se me da muy bien hacerlo bajo presión. En ocasiones tengo que despedirme cuando siento que aún no es el momento, cuando quiero charlar sin prisas y descubrir a la otra persona.
Me pesa no haber dado más espacio a las personas que han aparecido estos últimos días. Suelo arrepentirme de cosas que no he hecho, casi nunca de una que he hecho aunque me haya equivocado. Pero esta vez me arrepiento de haber hermetizado el caparazón.
Qué malo es el miedo.
Pero al final, la elección es mía.
Me voy porque esta etapa de mi viaje ya termina, porque mi opción es seguirme moviendo y descubriendo nuevas maneras de ver y vivir. Para seguir mi camino y para seguir en mi esencia on tour.
Como me ha dicho un sapo hace poquito “qué bueno llorar y sacarlo que, si no, se queda dentro”.
Y sigo con los lagrimones en el aeropuerto, este no lugar donde todos somos nadie, sabiendo que volveré y que nos veremos de nuevo en algún momento, pero con la intensidad de todo lo vivido y sentido a flor de piel, ¿quién puede quitarnos lo que llevamos dentro, lo que va conformando una identidad intrínseca pero cambiante?
Nadie.